Il 4 Noviembre del 1922, el arqueólogo británico Howard Carter realizó uno de los mayores descubrimientos en la historia de la arqueología. Estaba lejos de casa: cerca de la ciudad egipcia de Luxor, en el Valle de los Reyes. Y lo que encontró fue el entierro de uno de los gobernantes más famosos del mundo antiguo. Hace noventa y ocho años, Carter y sus compañeros de expedición descubrieron la entrada al tumba del faraón Tutankamón. Fue el comienzo de un trabajo trascendental: las excavaciones duraron ocho años y sacaron a la luz casi 5.500 objetos en un área de unos 180 metros cuadrados, entre joyas, armas, cosméticos e incluso carros e instrumentos musicales.
El nombre inspira miedo, pero Tutankamón fue un niño rey. Ascendió al trono a los 9 años, murió con solo 18 años. Diversos análisis -incluido un estudio sobre el ADN del faraón realizado en 2009- han permitido determinar que el joven soberano padecía diversas patologías, entre ellas una rara enfermedad ósea en el pie, lo que le obligaba a caminar apoyado en un bastón.
Hablamos de un niño que vivió en el siglo XIV a.C., para el que el condicional es imprescindible, pero el detalle de esta enfermedad explicaría por qué en su tumba había bien 130 palos, muchos de los cuales con evidentes huellas de desgaste en un extremo.
El descubrimiento de Carter representó un punto de inflexión crucial en la historia de la egiptología. No tanto por la importancia histórica del desafortunado adolescente, sino porque su tumba es una de las pocas que nos ha llegado casi intacta, a través de 24 siglos. Entre los entierros en buen estado, el de Tutankamón es el único que perteneció a un soberano y, por tanto, el más rico con diferencia.
En torno al sepulcro también nació una leyenda que tuvo gran éxito narrativo: la del "Maldición de Tutankamón”. Algunos periódicos inventaron el hallazgo de una inscripción dentro del entierro: "La muerte vendrá con alas ágiles al que profane la tumba del faraón". Un engaño, seguro. Pero uno de los más fascinantes de la historia.