Pocos grabados, como los de Morandi (Bolonia 1890 - allí 1964) poseen el don del silencio. En sus rasgos inconfundibles, en sus signos cristalinos y líricos, en su "severa elegía luminosa", se fija siempre una soberana concentración en una límpida eternidad de instante. El silencio de los objetos sencillos y domésticos; el silencio del polvo que ha depositado su velo cándido sobre la superficie de una botella, un cuenco, un cántaro, un jarrón. El silencio de unos paisajes, ásperos y esenciales. El silencio de una habitación, de un estudio, de su celda, donde una conciencia, como pocas, ha investigado el misterio de las cosas.
Como su amado Rembrandt, la perfección de su trazo, ya enrarecido y ligero, ya denso y dramático, ya ligero y transparente, ya grueso y abundante, identifica sus diversas formas en un camino paralelo y nunca subordinado a la pintura. Signos, trazos, gestos, cándidos entramados en blanco y negro, entre las infinitas tonalidades de gris, como una feliz partitura, donde cada mirada, como un instrumento musical, podrá tocar sus timbres, sus colores.