El pasado 27 de octubre, el peronista de centroizquierda Alberto Fernández ganó las elecciones presidenciales argentinas con el 48% de los votos en contra del actual presidente Mario Macri, para un mandato de cuatro años que comenzará el 10 de diciembre. El resultado de las elecciones también significa el regreso al poder de la expresidenta (2007-2015) Cristina Fernández de Kirchner como nueva vicepresidenta. De acuerdo con la analistas, la economía fue el principal factor por el que Mauricio Macri perdió las elecciones y también será el tema más difícil en la agenda del nuevo gobierno. El nuevo presidente deberá afrontar antes que nada negociaciones con bonistas privados y con el Fondo Monetario Internacional para identificar un camino hacia la sostenibilidad de la deuda externa: complacer tanto a los votantes como a los tenedores de bonos será muy difícil, si no imposible, y la verdadera pregunta es quién asumirá la mayor parte de los costos. Al mismo tiempo, la coalición de centroderecha Juntos por el Cambio (JC) de Macri sigue siendo un contrapeso importante, ya que la coalición JC será la más grande en la Cámara de Diputados. Por lo tanto, la nueva administración tendrá que cooperar con el grupo JC para definir su programa político y hay señales preliminares de que Macri y Fernández están dispuestos a hacerlo.
Entre las principales prioridades del presidente electo se encuentran la estabilización de la economía y la reconstrucción de la confianza empresarial y de los inversores. La economía se ha ido contrayendo desde el año pasado (-3% en 2019 y más del -1% previsto para 2020), la inflación persiste a un ritmo anual cercano al 55%, el desempleo supera el 10% y la pobreza ha aumentado a más de un tercio de la población. Las finanzas públicas podrían sugerir una mejora importante, pues en los últimos dos años se ha eliminado casi por completo el déficit primario del presupuesto público (0,5% del PIB), sin embargo el pago del gasto por intereses de la deuda pública y el déficit total han aumentado de el presupuesto público todavía se mantuvo en el 4% del PIB. La relación deuda pública/PIB, que era del 2015 % a finales de 52,6, aumentará al 93,3 % a finales de este año (datos del FMI, World Economic Outlook).
En los primeros dos años del gobierno de Macri, el país había atraído un gran capital financiero y el gobierno había logrado vender bien incluso bonos a 100 años; sin embargo, la mayoría de los valores colocados fueron en moneda extranjera y con un vencimiento menor a 10 años. En la primavera de 2018 se inició una fase de fuerte depreciación de la moneda nacional por las grandes salidas de capitales del país, ya que los inversores habían comenzado a perder la confianza en el ejecutivo. Preocupado por posibles dificultades de financiamiento en los mercados internacionales, en mayo de 2018 el gobierno solicitó ayuda al FMI, que le otorgó un Acuerdo Stand-By (SBA) a 36 meses por alrededor de 57 mil millones de dólares, de los cuales 44 ya han sido desembolsados. Durante 2018-19 la deuda pública en moneda extranjera aumentó aún más: según datos oficiales del Ministerio de Hacienda a mediados de 2019, la deuda pública de la administración central era de 337 mil millones, de los cuales la parte denominada en moneda extranjera ascendía a 259 mil millones (76,8% del total) y la regulada por legislación extranjera fue de 137 millones (40,8% del total).
Por lo tanto, en los próximos años, Argentina se encontraría pagando grandes sumas por el servicio de su deuda, recursos que podrían destinarse a otros sectores, como el social y el productivo: solo en 2020, el gasto previsto en intereses y amortizaciones de principal en moneda extranjera rondará los 16 millones, sin contar los atrasos de 2019. La confianza se desplomó después de la inesperada derrota de Macri en las elecciones primarias de agosto, lo que refleja los temores de los empresarios e inversionistas locales de que un regreso del peronismo al poder significaría una repetición de las políticas intervencionistas, proteccionistas y antieconómicas, y los subsiguientes incumplimientos soberanos. El resultado de esta crisis de confianza fue una fuerte depreciación del peso (alrededor del 25% frente al dólar) y una disminución de las reservas oficiales (alrededor del 20%), lo que obligó al gobierno a imponer restricciones cambiarias parciales a partir del 2 de septiembre. Esas restricciones incluso se endurecieron el día de las elecciones, reduciendo la cantidad máxima de dólares que los argentinos podían comprar de 10 dólares al mes a 200 dólares, para evitar nuevas caídas en el peso y las reservas oficiales.
El nuevo presidente Alberto Fernández ha declarado que no piensa pedir al FMI la parte de la SBA que aún no ha recibido y que apuntará a estimular las exportaciones, un canal importante para aumentar las reservas de divisas. En esta etapa, no es realista esperar que el nuevo gobierno se embarque en una política de austeridad para lograr un superávit presupuestario primario: el severo ajuste económico que requeriría sería demasiado costoso para los argentinos y, como lo demostraron los levantamientos populares en Chile y Ecuador, las sociedades civiles latinoamericanas están cada vez menos dispuestas a tolerar ajustes dolorosos. Por lo tanto, no existen condiciones para evitar una reestructuración de la deuda externa: en ausencia de un acuerdo, las restricciones al mercado cambiario impuestas para proteger las reservas de divisas y limitar la depreciación del tipo de cambio se mantendrán casi con seguridad. A pesar de los controles, las reservas oficiales cayeron un 20%, mientras que el peso alcanzó un nuevo mínimo histórico (casi rompe la marca de los 60 pesos por dólar) justo antes del día de las elecciones. Hasta el momento, un mayor endurecimiento parece haber funcionado para estabilizar la moneda, ya que el peso se ha apreciado modestamente desde el día de las elecciones. Dicho esto, la moneda se debilitó en el mercado negro a 77 por dólar, alimentando las preocupaciones de los inversores sobre el alcance de las restricciones.
Incluso en el escenario más optimista, los primeros meses de la presidencia de Alberto Fernández serán extremadamente difíciles. Argentina se encuentra agobiada por una elevada deuda externa, que ha crecido aún más tras la fuerte depreciación del peso desde mediados de agosto, y unas condiciones sociales precarias. El principal desafío para el nuevo gobierno es encontrar compatibilidad entre la sostenibilidad económica de la deuda pública y la sostenibilidad social del proceso de recuperación. El margen de decepción entre los inversores y votantes argentinos es alto: si el nuevo ejecutivo no recupera la confianza de los inversores, podría seguir un nuevo incumplimiento soberano, lo que dificultaría aún más atraer el financiamiento necesario para reactivar la economía. Sin embargo, romper las promesas electorales de poner fin a la austeridad podría provocar una agitación social generalizada, lo que podría hacer que los inversores sean aún más reacios a invertir en el país. Cuanto más largo sea el período de incertidumbre sobre la dirección de la política económica, mayor será el riesgo de un incumplimiento real. En cualquier caso, abordar los problemas económicos profundamente arraigados en la Argentina será difícil y pasarán muchos años antes de que se alcance una solución adecuada.